Cruzando el puente por encima de la Castellana, vi por primera vez la pancarta: “¡Corred con el corazón!” Una niña, 10 años, dos trenzas, nos sonreía a los corredores y nos mostraba este mensaje, sentimental, vitalista, como aliento para los kilómetros siguientes.

En ese momento llevábamos una hora corriendo, y en mi caso, quedaba otra hora y media por delante. Pasé junto a la niña. Leí la pancarta. Le sonreí y le mostré mi pulgar en gesto de “Ok!”. Pero en ese momento no la entendí. En la concentración de la carrera, vigilaba las pulsaciones por minuto de mi corazón; pero no corría con él. Mis piernas, fuertes en ese momento, soportaban todo el peso del esfuerzo. Todo iba bien.

Seguimos corriendo. Enfilamos O’Donnell para afrontar la parte clásica del barrio de Salamanca y dirigirnos hacia el centro. En el kilómetro 15, empezando la cuesta de Velázquez, había un punto de avituallamiento donde la Organización nos incentivaba con geles energéticos, bebida isotónica y plátanos. Quince kilómetros: un estremecimiento recorrió mi cuerpo porque ésa era la mayor distancia que había corrido hasta ese momento. Empezaba a sentirme cansado.

Llegando al kilómetro 18, en la calle Serrano, la pierna izquierda me empezó a fallar. Por un momento pensé que quizá no terminase la Media Marathon. Y mientras miraba al Cielo y apretaba los dientes, instantáneamente recordé la pancarta. Volví a apretar los dientes y a mirar al Cielo. Mis piernas renqueaban pero aumenté el paso. Llegué al Retiro y sentí que ya no corría. Desde Serrano hasta cruzar la meta en Neptuno, no sentía nada. El cuerpo iba solo.

El lunes llegué al trabajo y varios compañeros me aplaudieron al llegar. Habían estado pendientes y sabían que lo había logrado. Comenté la experiencia con una amiga corredora. “¿Sabes? A partir de Serrano, ya no me iban las piernas…” Sin haberle mencionado la pancarta, ella sonrió y me contestó: “Claro, Santi. Es que en ese momento, es cuando empezaste a correr con el corazón.”